Jesús habla fuerte
Por Ignacio Blanco
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13,1-9
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre Pilato mezcló con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les comentó: “¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Les digo que no; y, si ustedes no se convierten, todos acabarían de la misma manera. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y, si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera”.
Y les dijo esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?´”. Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré, a ver si comienza a dar fruto. Y si no da, la cortas”.
Este es uno de aquellos pasajes del Evangelio que no se ajusta a la imagen de Jesús que muchas veces pretende vender un cristianismo hecho a la medida. La Palabra de Dios es fuerte y, como dice la misma Escritura, «es viva, enérgica y más incisiva que espada de dos filos, y penetra hasta ahí donde se divide el alma del espíritu… capaz de discernir los pensamientos e intuiciones del corazón» (Heb 4,12). En este pasaje el Señor Jesús nos habla fuerte. ¿Por qué?
Dios no quiere nunca la muerte del pecador sino que se convierta, que corrija el rumbo. Y eso es precisamente lo que Jesús demuestra con su incansable y perseverante llamado a la conversión. Detrás de esas palabras duras y aparentemente intransigentes, está el mismo Corazón, lleno de amor y misericordia, del Hijo de Dios que dio su vida por nosotros para reconciliarnos.
La referencia a los galileos cuya sangre fue mezclada con la de los sacrificios, o a aquellos infortunados que murieron aplastados por una torre, nos deja una lección muy clara. Jesús nos enseña que aquel accidente o la muerte de los galileos no es una suerte de “castigo” porque fueran más o menos pecadores que el resto. Dios no castiga a nadie. La advertencia de Jesús —«Si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera»— parece ir a un nivel distinto. La muerte, entendida como el fin de la existencia en esta tierra, es algo inevitable y propio de nuestra condición. Si bien lo más incierto es el día y la hora en que moriremos, lo más cierto es que definitivamente moriremos. Independientemente incluso de si nos convertimos o no, todos moriremos. Jesús, por tanto, debe estar refiriéndose a otro tipo de muerte.
Sus palabras nos invitan a considerar la muerte definitiva, que no significa el dejar de existir sino el existir alejados para siempre de Aquel que es la fuente de la vida. Cuando Cristo nos dice que Él es la vida verdadera y que aquel que crea en Él no morirá (ver Jn 11,25), ciertamente no promete la inmortalidad en esta tierra. Promete la vida eterna que es participación de la comunión divina de amor. Esa es la vida verdadera. La urgencia está en que ese destino eterno nos lo jugamos en el tiempo del que disponemos aquí en este mundo.
Ese es el “poder” inmenso de nuestra libertad. Nuestras opciones en esta vida tienen repercusiones eternas. ¡Qué responsabilidad! Tal vez por eso sea que Jesús es tan radical y nos habla tan fuerte cuando nos invita a la conversión. Nos quiere despertar del letargo en el que muchas veces caemos; quiere avivar nuestro sentido espiritual para que percibamos la realidad como es y desenmascaremos los rostros de la ilusión y la mentira; quiere que estemos siempre en el camino del bien. Podemos tener tropiezos y momentáneos extravíos, pero lo importante es siempre volver al buen camino.
La consideración del tiempo es muy importante en relación a nuestro proceso de conversión. ¿En qué sentido? En primer lugar, y tal vez es lo más evidente, en que es algo que no podemos posponer indefinidamente. Si no sabemos el día ni la hora en la que nuestra existencia terrena terminará, ¿arriesgaremos nuestro destino eterno? La conversión, por otro lado, es un proceso que comienza y se asienta en una decisión firme y radical pero que continúa y continuará a lo largo de toda nuestra vida. No es, pues, algo inmediato. Requiere de una decisión firme que debe ser renovada constantemente. El tiempo, en este sentido, es más bien una prueba a nuestra perseverancia. Y ahí tenemos mucho que aprender, sobre todo cuando cierta mentalidad nos viene acostumbrando a pedir siempre resultados y logros inmediatos y a medirlo todo bajo esos parámetros.
Dios es infinitamente paciente con nosotros. Él nunca nos “cortará” como a la higuera pues su paciencia es tan grande como su amor. En el fondo somos nosotros mismos lo que, con nuestras opciones, podríamos hacernos merecedores de esa muerte definitiva si se nos cumple el tiempo en la tierra y no estamos preparados. Dios nos da todo lo necesario, está siempre a nuestro lado, y lo único que nos pide es que no cejemos en nuestro esfuerzo por “remover la tierra” y “abonar” el terreno.
Cada uno sabe, si es honesto y auténtico consigo mismo, cuáles son esos “territorios” que aún no hemos rendido al Señor, cuáles esos puntos que aún no estamos dispuestos a “ceder”. Pues ahí es precisamente donde debe llegar la Palabra enérgica y viva de Jesús: ¡conviértete! La perseverancia en las pequeñas cosas, la constancia en la vida de oración, acudir con humildad a los canales de gracia que Jesús nos ha dejando en la Iglesia para alimentarnos y fortalecernos interiormente, son algunas de las cosas que nos ayudan en esta carrera de perseverancia.
Jesús nos habla fuerte este Domingo. No endurezcamos el corazón. No hay nada que temer, pues lo único que Él quiere es darnos la vida que vino a traer. Permitamos que sus palabras nos remezan interiormente, que nos despierten si es el caso, que nos renueven y alienten en el combate espiritual.