¿Es la moral anacrónica e innecesaria?
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Mateo 5,17-37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No crean que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar pleno cumplimiento. Les aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno sólo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el Reino de los Cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos. Les aseguro: Si no son mejores que los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Han oído ustedes que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será procesado. Pero Yo les digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “renegado”, merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con tu adversario, llega a un acuerdo, mientras van de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al guardia, y te metan a la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo. Han oído ustedes el mandamiento “no cometerás adulterio”. Pues Yo les digo: El que mira a una mujer y la desea, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. Si tu ojo derecho te hace caer en pecado, córtatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en el infierno. Si tu mano derecha te hace caer en pecado, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al infierno. Está mandado: “El que se separe de su mujer, que le dé acta de divorcio”. Pues Yo les digo: El que se divorcie de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima, la expone al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio. Han oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en falso” y “Cumplirás lo que hayas prometido al Señor bajo juramento”. Pues Yo les digo que no juren en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro ni un solo cabello. A ustedes les basta decir “sí” o “no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno».
El Señor Jesús nos dice en el Evangelio que ha venido a dar pleno cumplimiento a la Ley y a los Profetas. Vienen luego una serie de contraposiciones entre lo que decía la Ley —«Han oído ustedes que se dijo a los antiguos…»— y la enseñanza que ahora Él imparte, a la cual antepone unas palabras impactantes: «Yo les digo». Las personas que acompañaban a Jesús y escucharon pronunciar estas palabras como parte del llamado “Sermón de la montaña” deben haber experimentado una tremenda conmoción. Con ello, este hombre que sus ojos veían y sus oídos escuchaban reclamaba para sí la autoridad de Dios, fuente de la Ley dada a Moisés y de las enseñanzas de los profetas. Como nos enseña el Catecismo, «la misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (ver Mt 5,1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva» (n. 581).
¿En qué consiste ese “pleno cumplimiento”, esa “interpretación definitiva” que Jesús hace? Cristo nos enseña que la integridad de la Ley —hasta la última letra o tilde— son importantes y fueron dadas para su cumplimiento. También nos enseña que esa Ley fue poco a poco desprovista de su “corazón”, centrándose la atención en los aspectos más externos de su cumplimento. Expresión acabada de ese desplazamiento eran los fariseos, a quienes el Señor denuncia en diversos momentos de su predicación por su hipocresía y por haberse quedado en una observancia meramente formal y externa de la Ley de Dios. La novedad absoluta y definitiva del Evangelio de Cristo es, precisamente, revelarnos el corazón mismo de la Ley de Dios, aquello que le da el sentido definitivo hasta la última letra y tilde de la Palabra divina.
El Señor Jesús nos revela que Dios es amor y que todo lo que hace por nosotros tiene como motivo y fin el amor que nos tiene. Nos creó por amor, nos invitó a participar del amor y, a pesar del rechazo del hombre, nos ofreció un camino de preparación para el acto de amor más inimaginable: su propia Encarnación, la venida al mundo de su propio Hijo en el seno de María. Con su vida, hechos y palabras, Jesús nos enseña que el corazón de la Ley y los Profetas es el amor, y que Él ha venido a darles plenitud no sólo con su predicación sino con su propia vida entregada por amor en el sacrificio de la Cruz. Todo, hasta la última tilde y letra, encuentra en Jesús su cumplimiento y su plenitud. Todo lo que Él nos enseña está informado de amor y nos conduce a vivir el amor.
Jesús nos enseña también que el amor de Dios no tiene límites y que nuestro corazón es capaz de vivir ese amor. No sólo es capaz de ello sino que es lo que anhelamos con todo nuestro ser. Y porque el amor no tiene límites y es lo que le da sentido a nuestra vida, entonces los preceptos que Jesús nos invita a vivir no se quedan en un cumplimiento formal o exterior sino que van a la raíz del corazón. Así, por ejemplo, nos dice Jesús: Se les dijo: no matarás, y el que mate será procesado; Yo les digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Se les dijo: no cometas adulterio; Yo les digo: El que mira a una mujer y la desea, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón. El cumplimiento de la “norma moral” no desaparece sino que es plenificado por Cristo quien nos muestra su auténtico sentido y necesidad.
Para el discípulo de Jesús, cumplir los mandamientos no es una imposición necesaria de observar para no recibir un castigo. Es más bien una manifestación de la vivencia del amor. Y podemos hacerlo porque «a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo» (Benedicto XVI).
A veces concebimos la moral como un conjunto de reglas anacrónicas que poco o nada tienen que ver con la “vida real” y se nos presenta más bien como una imposición innecesaria. Si hemos llegado a ese punto tal vez sea porque hemos perdido de vista lo más importante: el amor. Porque amo a Dios y es verdaderamente el centro de mi vida, estoy dispuesto a hacer lo que Él me dice, aunque me cueste. Porque quiero ser amigo de Jesús y su amistad es lo más valioso e importante para mí, y porque lo amo y creo en Él y en lo que me dice, entonces estoy dispuesto a acoger sus enseñanzas y hacerlas vida. Entonces se genera un “círculo virtuoso” pues el amor nos permite comprender que los mandamientos y las enseñanzas de Jesús, lejos de ser normas frías y limitantes, nos señalan el buen camino y nos previenen de los “falsos amores” que, por cierto, abundan.
Moisés subió a las alturas del Sinaí para recibir la Ley de Dios y comunicarla al Pueblo elegido. El Señor Jesús es Dios que ha bajado del Cielo a la tierra y desde la altura de ese monte de Galilea nos enseña el camino para que nosotros podamos ascender al Cielo. Él nos ha revelado que el amor es el corazón y la plenitud del Evangelio y nos enseña que para ser verdaderamente sus discípulos tenemos que vivir la radicalidad del amor, tomándonos en serio sus enseñanzas.