El peligro de ser “saduceos funcionales”
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Lucas 20,27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella». Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”. No es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos».
La pregunta por la resurrección de los muertos es quizás una de las más trascendentes que toda persona se puede hacer. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Todo termina al final del paso por esta tierra? ¿Acaso una tumba puede contener el anhelo de eternidad que tiene el corazón humano? Los saduceos pensaban que sí y, queriendo poner a prueba a Jesús, le presentan el caso de la mujer que enviuda y por la ley del levirato se casa sucesivamente con los hermanos del esposo fallecido. Con astucia, se apoyan en la autoridad de Moisés —«Moisés nos dejó escrito…»— para presentar su caso.
La versión de Mateo y Marcos de este pasaje evangélico recoge una frase de la respuesta de Jesús que en la de Lucas parece estar implícita. Ante la pregunta, el Maestro les responde: «Están en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22,29; ver Mc 12,24). Y luego Jesús, recogiendo la autoridad del mismo Moisés, va mucho más allá del caso casi anecdótico de la viuda para afirmar sin sombra de duda: Dios no es un Dios de muertos sino de vivos.
La respuesta de Jesús va al núcleo del problema y lo evidencia: Los saduceos no creían en la resurrección de los muertos porque en el fondo les faltaba comprender el sentido último de la Revelación contenida en la Palabra de Dios y porque su fe en el “poder de Dios” era débil. La respuesta de Jesús nos invita a poner la mirada en el sentido definitivo de la vida humana que Él nos ha revelado. Muerto y resucitado, Cristo es la Palabra definitiva que vino a decirnos: ustedes «son hijos de Dios, porque participan de la resurrección». ¿De qué resurrección? De la suya, en la que de una vez para siempre rompió las ataduras de la muerte y puso de manifiesto nuestra vocación de eternidad. Como dice la Liturgia en el Domingo de Pascua, «lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta».
La respuesta de Jesús no es teórica ni impersonal. No se trata de una discusión meramente intelectual. Es un asunto vital, decisivo para la existencia del ser humano. Vinculando la fe en la resurrección con su misma persona Jesús nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Jn 11,25). Con ello muestra la centralidad de su Persona en el designio amoroso de Dios. Él ha venido a dar cumplimiento a todo lo que estaba anunciado desde la creación del hombre y a reconciliarnos de la herida del pecado. En Cristo resucitado todo alcanza su plenitud y nos es dado el horizonte último de nuestra vida: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
Ahora bien, esto que creemos y profesamos cuando rezamos el Credo, ¿qué tanto se corrobora en nuestra vida? Desde otra perspectiva, ¿sacamos las consecuencias de lo que significa que nuestra existencia no termina en este mundo y procuramos vivir cada día según eso? O, más bien, ¿no nos comportamos como una especie de “saduceos funcionales” y, a pesar de la fe que profesamos, vivimos como si todo terminara cuando nuestros días aquí en la tierra lleguen a su fin?
«Todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás» nos dice el Señor Jesús. He ahí la clave. Vivir en Cristo; creer en Cristo. Sumergirnos en su Muerte —muriendo a todo lo que nos aleja del Evangelio— para ser elevados por su Resurrección a ser hijos de Dios en su Hijo amado. Esa es la dinámica de la vida cristiana que nos va haciendo crecer, por acción del Espíritu de Amor, en una relación vivificante con el Señor Jesús. “Entender las Escrituras y el poder de Dios” significa procurar recorrer cotidianamente el camino de la fe, confiando en las promesas del Señor y buscando siempre la guía de nuestra Madre María. El camino es Jesús mismo que nos conduce al encuentro definitivo con Aquel que es comunión de Amor. Él es la verdad que nos revela el misterio del amor. Y Él es la vida que nos hace partícipes de la misma vida divina y nos promete la vida eterna.