El Bautismo del Señor
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Mateo 3,13-17
En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba impedírselo, diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le contestó: «Déjalo así por ahora. Está bien que cumplamos todo lo que Dios quiere». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. Y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto».
Llama la atención la humildad de Juan Bautista. En diversos pasajes del Evangelio, el Bautista se presenta como una llama de fuego ardiente en su denuncia de la hipocresía de los fariseos así como en su predicación de la necesidad de la conversión. Ante Jesús, se allana totalmente. Y no por complejo ni por debilidad. ¿De dónde procede su capacidad para reconocer a Jesús y para conocer cuál es su lugar? De su apertura al Espíritu y de su humildad. Sabe quién es y cuál su misión. Por eso, no duda en señalar: «soy yo el que necesita ser bautizado por Ti, ¿y Tú vienes a mí?».
Juan no hizo milagros ni signo alguno que lo pudiera identificar como el Mesías. Hizo lo que tenía que hacer: preparar el camino al Señor. Esa preparación llegó a un punto culminante cuando Jesús se puso en la fila de los que esperaban ser bautizados por él. ¡Qué lección de humildad que es andar en verdad!
El pasaje del Evangelio de Mateo nos plantea una pregunta fundamental: ¿por qué se bautiza Jesús? ¿Cómo es que Él, Dios y hombre verdadero, el Mesías, se somete al Bautismo de Juan? ¿Acaso el todo puro necesitaba ser purificado? Ciertamente no. «Fue bautizado el Señor —responde San Ambrosio— no para purificarse sino para purificar las aguas, a fin de que, purificadas por la carne de Jesucristo, que no conoció el pecado, tuviesen la fuerza para bautizar a los demás». El poder de purificación le es dado a las aguas del Bautismo por Cristo mismo. Juan preparó el camino que el Señor Jesús lleva a su plenitud. Esa plenitud se alcanza en su Pasión y Resurrección. Allí Jesús ha derrotado al pecado y la muerte. Muriendo y resucitando nos ha obtenido el don de la vida verdadera. A partir de entonces, cada vez que una persona es bautizada, se sumerge ya no en unas aguas que simbolizan la purificación sino en Cristo mismo que realmente es capaz de purificar el corazón humano. En el Bautismo nos sumergimos en la Muerte de Cristo, para morir a todo lo que es muerte, y así renacer con Él a la vida verdadera del Espíritu.
Si alguien nos preguntara qué significa que a partir del Bautismo somos hijos de Dios, ¿cómo se lo explicaríamos? ¿Qué le diríamos si nos pregunta qué queremos decir cuando afirmamos que en el Bautismo renacemos a una vida nueva o que somos incorporados al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia?
¿Te faltan palabras para explicarlo? Es una experiencia común. Y es que muchas veces los católicos conocemos muy poco nuestra fe y nuestra identidad. Quizá ésta sea una buena ocasión para cultivar nuestra fe en la mente. Profundizar en lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica sobre el sacramento bautismal sería un primer paso que seguramente enriquecería nuestro compromiso cristiano. Otro medio muy sencillo: la próxima vez que participemos en la celebración de un bautizo, prestemos atención a las partes y los símbolos del rito. Si no conocemos su significado, procuremos informarnos.
Ahora bien, es importante que consideremos que aun si no somos capaces de explicarlo, el Bautismo es un Sacramento que ha marcado lo más profundo de nuestro ser y lo vivimos desde el día en que fuimos bautizados. Ese día se imprimió, como una huella indeleble, nuestro ser de Cristo. Tal vez lo primero entonces sea dar gracias a Dios por haber recibido ese don precioso y renovar nuestro compromiso por vivir acorde a ese don.
El Papa Benedicto XVI, reflexionando sobre el Bautismo, decía: «Nadie puede hacerse cristiano sólo por su propia voluntad; también el ser cristiano es un don que precede a nuestro hacer: debemos renacer con un nuevo nacimiento». Ese nuevo nacimiento ocurrió el día en que fuimos bautizados.
Ese día comenzó para cada uno el camino de su vida cristiana. En este camino se hace fundamental nuestra respuesta al don recibido. El bautismo —como hemos visto— es un don que nos hace nacer a la vida verdadera. Como todo don debe ser acogido, y sobre todo debe ser vivido. El Papa Francisco, invitándonos a conocer y celebrar la fecha de nuestro Bautismo, decía: «El riesgo de no conocerla es perder la memoria de lo que el Señor ha hecho con nosotros; la memoria del don que hemos recibido. Entonces acabamos por considerarlo sólo como un acontecimiento que tuvo lugar en el pasado —y ni siquiera por voluntad nuestra, sino de nuestros padres—, por lo cual no tiene ya ninguna incidencia en el presente. Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo. Estamos llamados a vivir cada día nuestro Bautismo, como realidad actual en nuestra existencia».
Los primeros cristianos solían referirse al Bautismo como la “iluminación”. Recibimos la luz de la fe que nos libra de las tinieblas. Con esa luz conocemos a Cristo y en Él nos conocemos auténticamente a nosotros mismos (como lo hizo Juan Bautista). La luz que es Cristo nos ilumina y nos invita a seguirlo día a día. Optemos por decirle “sí” a Aquel que nos dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).