Dichosos si creemos sin haber visto
por Ignacio Blanco
Evangelio según San Juan 20,19-31
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en eso entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a ustedes». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo: aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre».
Uno podría pensar que tal vez hubiera sido mucho más “eficaz” que Jesús resucitado se apareciese en el Cielo de Jerusalén, o en lo alto del Templo, rodeado de ángeles y en toda su gloria, y con voz portentosa —de manera que todos en la ciudad lo oyesen— proclamase que estaba vivo, que Aquel a quien crucificaron y enterraron hacía pocos días había vencido a la muerte y vivía. ¿No hubiera eso dado mucho mayor credibilidad a la naciente Iglesia? ¿No hubiera ahorrado a los apóstoles y primeros discípulos la constante duda sobre sus testimonios de la Resurrección?
Lo cierto es que el Señor Jesús no hizo eso ni nada parecido. No hubo portentos, ni ángeles en el cielo, ni manifestación gloriosa en el cielo. Resucitado de entre los muertos, el Señor se aparece discretamente, casi diríamos veladamente, como por ejemplo en el caso de los discípulos de Emaús. En otro caso se aparece confundido con un jardinero; y en otro son unos hombres de blanco los que dan noticia de la Resurrección. En la misma tónica, la Tradición da cuenta de que la primera visita del Resucitado la recibió la Madre, María, en la intimidad y el calor de su corazón, intimidad que se respetó al punto de ni siquiera aparecer consignado el hecho en los evangelios.
Esas son las maneras de Dios y de ellas debemos aprender. No hay abundancia de detalles, ni signos extraordinarios o deslumbrantes. El acontecimiento más importante de la historia —pues si Cristo no resucitaba vana sería nuestra fe (ver 1Cor 15,14)— es anunciado por el mismo Jesús con una sobriedad y serena alegría que pueden parecernos desconcertantes. Es como si Jesús tocase a la puerta de la mente y el corazón e invitase, con respeto y reverencia divinas, a abrirle. No busca imponer ni convencer por la fuerza de la grandeza, del esplendor o del temor.
Los discípulos se encontraban encerrados en un cuarto «por miedo a los judíos». Esta escena grafica de modo muy claro la situación que vivían los Doce. Miedo, desconcierto, incertidumbre, tal vez angustia y frustración. ¿Qué pasaría ahora? ¿Qué les deparaba el porvenir? En esas circunstancias, Jesús se aparece en medio de ellos. Con la suavidad y sutileza de la brisa, se hace presente Aquel que había roto las cadenas de la muerte. Y sus primeras palabras salen al encuentro de la difícil situación que agitaba los corazones de sus amigos: Paz a ustedes. Y les muestra sus heridas, como para que constatando por los sentidos que era Él, la fe vuelva a encenderse en sus mentes y corazones.
Tomás no cree en lo que le cuentan los demás. No estuvo presente, no vio con sus propios ojos ni tocó con sus propias manos, entonces no cree. El testimonio de sus hermanos no lo convence. ¿Será que sólo se fía de sí mismo? El Señor Jesús, la segunda vez que se aparece a los Doce, así parece evidenciárselo. «Porque me has visto has creído», es su reverente amonestación a Tomás. Parece decirle: aprende a confiar. De hecho, como nos enseña el Catecismo, «como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía» (n. 642). Y desde entonces, la fe de la Iglesia pasa de generación en generación apoyada en el testimonio de hombres y mujeres concretos, que dan razón de su encuentro con Cristo vivo.
Una vez más, son las maneras de Dios. La transmisión de la fe, en un sentido, pende de la fragilidad de nuestra respuesta. El Señor Jesús nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y ha prometido también que las fuerzas del infierno no podrán destruir a la Iglesia. Y junto con ello, descansa en nosotros la responsabilidad y la opción de decir: no, no creo. Esa fue la primera reacción de Tomás. ¿Cuántas veces hacemos igual? Y tal vez no lo decimos, pero nuestras obras lo dicen. Pero Jesús, dulce y paciente, está allí, invitándonos a confiar y a creer, a abrirle el corazón de modo que también como Tomás podamos profesar: ¡Señor mío y Dios mío!
La bienaventuranza del Resucitado para todos los que creen sin haber visto ni haber tocado inspiró a San Gregorio unas palabras que vale la pena meditar: «Es para nosotros motivo de alegría lo que sigue a continuación: Dichosos los que sin ver han creído. En esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe».