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Dios sobreabunda de amor, también en tiempos de coronavirus: Evangelio del Domingo

Evangelio según san Mateo 14,13-21

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en una barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús la muchedumbre, sintió compasión de ellos y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a los poblados y compren algo de comer». Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, denles ustedes de comer». Ellos le replicaron: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces». Les dijo: «Tráiganmelos». Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce canastos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

La multiplicación de los panes nos muestra cuán infinitamente grande es el amor y la generosidad de Dios. Compadecido de la multitud, luego de haber curado a los enfermos, Jesús se encuentra con una situación concreta que atender. Miles de personas lo seguían, llegaba el final del día, estaban en un lugar apartado y la gente no había comido. ¿Qué hace el Señor?

En el Evangelio según san Juan que recoge este mismo pasaje, se nos narra que Cristo, al ver el gentío, le pregunta Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?». En este pasaje, ante la reocmendación de los discípulos, Jesús les dice: «denles ustedes de comer». Jesús no da puntada sin hilo. Sus palabras apuntan a algo más. El mismo evangelista Juan señala que Jesús le hizo la pregunta «para ponerlo a prueba». Felipe responde: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan». Y Andrés, otro de los apóstoles —el hermano de Pedro—, parece ir un poco más allá y le dice al Señor: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?». En Mateo se nos dice que ellos replicaron: :«No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces».

La desproporción es evidente: cinco panes y dos peces para alimentar a miles de personas (cinco mil hombres según el Evangelio). Esa “desproporción” es signo de otra mucho mayor: «cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,9), nos dice el Señor. Cuán lejos estamos muchas veces de los caminos del Señor; cuán enanos son nuestros pensamientos ante su grandeza; cuánto nos falta crecer en la fe.

Jesús quiso educar a sus discípulos y darles muestra de que esa desproporción, esa lejanía, Él la ha venido a superar. Lo que sucede después es una manifestación de la sobreabundancia del amor de Dios, de su poder, de su bondad y generosidad infinitas. De cinco peces y dos panes comen miles de personas, y sobra. El detalle consignado en el Evangelio de que sobraron 12 canastas después de que todos se habían saciado, puede parecer ocasional, pero es muy significativo. Es un signo de la magnificencia de Dios, que da con abundancia. Donde los apóstoles veían una imposibilidad —¿qué son cinco panes y dos peces para tanta gente?— Jesús sobreabunda en generosidad y satisface el hambre de la multitud. Él ha venido a hacernos cercanos los caminos y pensamientos de Dios. ¡Él es Dios con nosotros!

Pero para nosotros, hoy, el mensaje no queda ahí. La multiplicación de los panes, con lo impresionante que es, es un signo de algo mucho más impresionante. Esta multiplicación prefigura la sobreabundancia del único pan de la Eucaristía (Ver Catecismo de la Iglesia católica, 1335). Desde los Padres de la Iglesia ha sido claro el sentido eucarístico de este pasaje del Evangelio: la multiplicación mucho más admirable que Jesús hace de sí mismo en cada Eucaristía: la de su propio Cuerpo y Sangre. Detengámonos, por favor, un momento a pensar esto. El Señor Jesús se da a sí mismo, se nos da en su Cuerpo y Sangre. ¿Lo recibimos? ¿Cómo?

El coronarivus ha hecho que no podamos asistir presencialmente a la Misa y, por tanto, no podamos comulgar. Quizá percibamos con mayor fuerza la necesidad que tenemos del alimento espiritual, la falta que nos hace. Pero también es posible que lo que vivimos a causa de la pandemia pueda haber relativizado la necesidad que tenemos de los sacramentos, específicamente del sacramento de la Eucaristía. Sería oportuno que, a la luz del Evangelio, cada uno se pregunte si es que no se está instalando en nuestra conciencia la idea de que “al fin y al cabo, ir a Misa no era tan importante; ya van más de cuatro meses que no vamos, no comulgamos, y mira, no ha pasado nada”. ¿Es así?

La respuesta no es fácil. “Se puede ir a un centro comercial, pero no a una iglesia”, dicen con razón algunos. Otros se preocupan más en que las iglesias se puedan convertir en lugares de contagio. Lo que parece estar claro es que, para muchos actores sociales y políticos, la atención de la necesidad espiritual de las personas no es un asunto prioritario. Lo que causa perplejidad es que la actitud de algunos obispos de no hacer lo posible, con las debidas medidas de prudencia y distanciamiento, por ver la manera de atender la necesidad espiritual de los fieles parecería indicar lo mismo. Si lo fuese —como en el caso de los centros comerciales, las farmacias o los bancos— con todas las medidas de precaución, distinto podría ser el panorama.

Quizá no podemos hacer mucho desde nuestros hogares para que se resuelva esta situación. Lo que sí podemos hacer es mantener vivo nuestra hambre de Dios, nuestro anhelo de comunión con Jesús Eucaristía, y aprovechar los medios que se han puesto a nuestro alcance para poder nutrirnos de la Palabra de Dios y participar, aunque sea remotamente, de la Eucaristía. En esa situación tal vez se comprenda con mayor nitidez la razón de ser del precepto de ir a Misa los Domingos: no es que por ser un precepto es algo bueno y necesario. Todo lo contrario. Porque es algo bueno y necesario lo que acontece en cada Eucaristía es un precepto participar en ella. Cuando nos enfocamos en la “necesidad” más que en el “precepto” la figura cambia. Si hoy sentimos con mayor ardor la necesidad vital que tenemos de Jesús, podemos aprender a valorar más el inmenso don que ocurre en cada Eucaristía que se celebra y la pedagogía que hay detrás del mandato de ir a Misa los domingos.

¿Quién necesita que le recuerden que tiene que respirar? Nadie. ¿Por qué? ¡¡Porque si no respiramos morimos!! La necesidad es inmediata, vital, evidente. Si no respiras, te asfixias. En la vida espiritual es igual, aunque la “necesidad”, por diversas razones, no la experimentamos igual. Y por eso necesitamos que se nos enseñe: la Eucaristía es el corazón del Domingo; lo que allí ocurre es la manifestación más grande del amor de Dios por nosotros. Mientras no podamos participar presencialmente de ese don maravilloso, hagámoslo en nuestros hogares con al seguridad de que Dios, también en tiempos de coronavirus, sobreabunda de amor por sus hijos y se nos da en formas y ocasiones distintas. Basta abrir los ojos del corazón.

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