Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Mateo 2,1-12.
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo”. Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. “En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel”. Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: “Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje”. Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.
Las primeras semanas de la maternidad divina de la Virgen seguramente fueron de mucho aprendizaje y de constante maravilla por la acción de Dios. ¡Cuántas experiencias, cuántas alegrías y sorpresas habrán colmado su corazón reverente y reflexivo, que constantemente guardaba y meditaba todas las cosas (ver Lc 2,19)! La “radicalidad” de la Encarnación se muestra con toda su fuerza en estos días. Jesús, el Hijo del Altísimo, es un indefenso niño que requiere —como todo bebé— de los cuidados constantes de María y José. ¡Cuánto habrá compartido con José sobre todo lo que iba aconteciendo! ¡Cuánto tenemos que aprender de su actitud ante la realización misteriosa de los planes de Dios!
En esos primeros días luego del nacimiento de Jesús, el evangelio narra que la joven familia recibe la visita de unos misteriosos personajes. Es el acontecimiento que celebramos este Domingo y que conocemos como la Epifanía. ¿Cómo habrá vivido la joven María la visita de estos peregrinos venidos del oriente para ofrecerle regalos al Niño Jesús recién nacido? La Escritura los llama “magos” no en el sentido de hechiceros sino más bien de hombres sabios. Probablemente eran personas cultas, dedicadas al estudio de las estrellas y sensibles a los signos de la naturaleza. Su ciencia y la inquietud que animaba sus corazones los llevaron a ponerse en camino y buscar al Rey de los judíos.
El pasaje del Evangelio nos da una clave muy reveladora: «cuando vieron la estrella se llenaron de alegría». ¿De dónde procede esa alegría? En primer lugar, seguramente, de haber encontrado lo que estaban buscando. El largo viaje, los sacrificios y esfuerzos realizados dieron fruto. Pero la alegría brota de algo más profundo. Encontraron a quien estaban buscando: «Al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre y postrándose, le rindieron homenaje». Su actitud de postración y adoración manifiesta el sentido más profundo de su búsqueda. En el fondo «podemos decir que eran hombres de ciencia, pero no solo en el sentido de que querían saber muchas cosas: querían algo más. Querían saber cuál es la importancia de ser hombre» (Benedicto XVI). Se alegraron y se postraron porque, aun si no lo comprendieron completamente, encontraron al Niño que haciéndose hombre nos ha enseñado a ser personas.
Epifanía significa manifestación. Para los cristianos es la manifestación definitiva de Dios al ser humano. Es la Encarnación del mismo Dios, quien antiguamente había hablado a través de signos de la naturaleza y por medio de sus profetas, y ahora se ha hecho uno de nosotros para hablarnos en palabras humanas en su Hijo. A Él fue a quien contemplaron y adoraron los magos venidos de oriente. En ellos está simbolizada toda la humanidad a la que se le manifiesta Dios hecho hombre. Y fue María quien —como lo había hecho con los pastores (ver Lc 2,16)— muestra al Niño Jesús.
De estos sabios peregrinos tenemos que aprender su tenaz búsqueda, el no haberse quedado contentos con lo que ya sabían y haberse puesto en camino para buscar “algo más”. También tenemos que aprender a saber escuchar con reverencia. Ellos lo supieron hacer con la naturaleza. Nosotros tenemos muchos más que los signos de la naturaleza pues el mismo Dios se ha manifestado y nos ha hablado en Jesús, se nos sigue manifestando hoy. Y sin embargo, si no sabemos escuchar, su Palabra nos puede pasar inadvertida. Finalmente podemos aprender a ser humildes. Con toda su ciencia y sabiduría, estos hombres se postraron y adoraron al Niño Dios. Nos enseñan que no hay oposición alguna entre la fe y la ciencia cuando sabemos librarnos de prejuicios ideológicos. Y por otro lado nos alientan a que reconozcamos siempre, a pesar de todo lo que podamos saber, que Él es Dios y es el único que nos puede mostrar el sentido último de nuestra vida.
De María aprendemos la reverencia así como su ardor por dar a conocer a Jesús. Ya en esos primeros momentos de su maternidad la vemos responder a su misión de llevar a cuantos más pueda a encontrarse con su Hijo. Lo hizo con los pastores; lo hace con los Reyes magos; y lo hace con todo cristiano que se deja educar en su escuela de amor. En ese sentido, todos estamos llamados, cada uno en su realidad, a hacer lo mismo: “mostrar” a Jesús a cuántos más podamos.
Si Epifanía es manifestación del amor de Dios, ¿por qué no hacer de toda nuestra vida una epifanía de Jesús que exprese, con todos nuestros actos y todo nuestro ser, cuánto amor nos tiene Dios?