Por Kenneth Pierce
Nos sucede a veces que, cuando reflexionamos acerca de la caridad, pensamos en un acto concreto que podemos hacer por el prójimo. Eso, ciertamente, está muy bien. A veces, sin embargo, nos puede suceder que absortos en nuestra realidad inmediata, perdemos de vista el horizonte más amplio en el que nos encontramos.
La caridad nos lleva a comprender que no somos islas en medio del mundo, ni somos ajenos a las luchas y desafíos de la sociedad que nos rodea. La suerte del ser humano más alejado geográficamente está, en cierto sentido, relacionada con nuestra suerte.
Es esta una hermosa dimensión de la comunión humana. Nos lleva a considerar, precisamente, que no estamos dispensados de poner nuestro grano de arena en la construcción de un mundo mejor. La caridad nos lleva a comprometernos con la construcción de una sociedad más justa y reconciliada. Nos invita con urgencia a la construcción de una civilización del amor.
No significa esto que tengamos que sentir que cargamos el peso del mundo sobre nuestros hombros, ni que tengamos que hacer más de lo que Dios nos pide. No olvidemos que es la fuerza de Dios que asegura los frutos auténticos a nuestras obras. Pero es importante recordar que no solo velamos por nuestro metro cuadrado de espacio, sino que se trata, aun en lo sencillo de una obra de caridad, de hacer presente al Señor en todo el mundo.
El cristiano se sabe peregrino en esta tierra, pero se sabe también colaborador de Dios para que la creación responda a los designios del Señor y que el mundo en el que vivimos sea espacio de encuentro, de fraternidad y de reconciliación. No podemos decir que tenemos la vista fija en el cielo para olvidarnos de una tierra que tanto necesita un cambio de mentalidad iluminado por el Evangelio.
La construcción de la civilización del amor no es una utopía reservada a unos cuantos, sino una responsabilidad a la que somos invitados todos los bautizados. Es, en este sentido, también una exigencia de la vivencia de la caridad.