Por Kenneth Pierce
Al reflexionar sobre el silencio de palabra, como hacíamos la semana pasada, vemos que hace referencia a mucho más que el hecho de hablar o no hablar. Se trata, en última instancia, de un señorío personal sobre el modo como nos comunicamos. Parte de ese señorío, y muy importante, es aprender a escuchar.
Cuántas veces, al comunicarnos, estamos en primer lugar mucho más interesados en lo que queremos decir. Nos importa transmitir lo que pensamos, lo que vivimos, lo que podemos aportar a la conversación. Eso, en cierto sentido, no está mal.
Sin embargo, fácilmente podemos perder de vista lo que nuestro interlocutor tiene o quiere comunicarnos. Pensamos tanto en nosotros que olvidamos tener delante a una persona con la misma dignidad e importancia, y que al igual que nosotros, quiere transmitir o comunicarnos algo.
No se trata solo de callarnos para que la otra persona tenga el espacio para hablar. Se trata, en un sentido más profundo, de hacer silencio para escuchar y comprender auténticamente a quien tengo adelante. El esfuerzo, por tanto, no es meramente pasivo, sino implica centrar toda mi atención en la persona con quien dialogo, estar atento a muchos detalles del proceso comunicativo, y procurar comprender y acoger al otro.
Suena fácil decirlo, pero si lo pensamos, nos daremos cuenta que probablemente muy rara vez “escuchamos” y comprendemos a quien tenemos delante. Cuando no lo hacemos, lamentablemente, dejamos de encontrarnos con otra persona, y la conversación se convierte rápidamente en tan solo un eco de nuestro egoísmo.
Cada persona es un misterio y posee la misma dignidad que uno, y merece, sobre todo cuando dialogamos con ella, toda nuestra atención. ¡Cuán enriquecedor se vuelve entonces el diálogo, y se vuelve espacio de auténtico encuentro y comunión!