“Amar cristianamente significa seguir este camino: que no sólo amemos al que nos resulta simpático, al que nos agrada, al que nos cae bien, al que tiene algo que ofrecernos o del que esperamos ciertas ventajas. Amar cristianamente, es decir en el sentido de Cristo, significa que seamos buenos con el que necesita nuestra bondad, aunque no nos resulte simpático. Significa caminar tras las huellas de Jesús, llevando a cabo, con eso, una especie de revolución copernicana de la propia vida. …Pues todos nosotros poseemos esa ilusión innata, en virtud de la cual cada uno toma el propio yo como punto céntrico, alrededor del cual deben girar el mundo y los hombres.
Si nos fijamos en nosotros mismos con honradez y seriedad, este sencillo mensaje no sólo implica algo liberador, sino también algo oprimente. Porque, ¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pasado de largo junto al que sentía hambre o sed, o junto a un hombre cualquiera que lo necesitaba? Quién de nosotros puede decir que cumple perfectamente el amor bondadoso al prójimo?…
En este momento entra en juego la fe. Porque ésta, en el fondo, sólo significa que este déficit de amor que todos tenemos es colmado con la abundancia de Jesucristo. …La fe, en su forma más sencilla y profunda, no es sino aquel instante del amor en el que reconocemos que también nosotros tenemos necesidad de que se nos ayude. Aquel instante en que el amor se convierte, por primera vez, en verdadero amor. La fe consiste en superar la autocomplacencia y el autocontentamiento del que se siente satisfecho y dice: he hecho todo, no necesito ayuda. En la fe termina el egoísmo, auténtica contraposición del amor; es, simplemente, el momento culminante del amor: la apertura del que no se basa sobre sus propias fuerzas, sino que se sabe necesitado y ayudado”.
— Joseph Ratzinger. Ser cristiano, Salamanca, Sigueme, 1967, págs. 44-47.
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